lunes, 14 de marzo de 2011

FINALIDADES EDUCATIVAS DE LOS MISIONEROS ESPAÑOLES

BLOQUE II ACTIVIDAD NO.1
LA EDUCACION EN EL DESARROLLO HISTORICO DE MEXICO I
PROFRA. LUISA GONZALEZ RAMIREZ
ALUMNA: ISABEL BARRON LUNA
FINALIDADES EDUCATIVAS DE LOS MISIONEROS ESPAÑOLES
La educación, en cualquiera de sus niveles, es un proceso social y humano, cuyo ejercicio generacional se fija en usos y costumbres que adquieren un gran arraigo en la escala educacional, por esto, en ocasiones los esfuerzos del conjunto de actos e instituciones del pasado, se pierden rápidamente, en ocasiones en tan sólo una generación.
Esto puede suceder, no obstante, que hayan tenido excelentes resultados, tal es el caso de las escuelas «Casa Amiga de las Obreras», instituidas durante la administración Cardenista; que ya para la década de los años 70 habían disminuido dramáticamente su inicial prestigio, y con ello también lo hizó su número y la prioridad de su existencia en favor de la enseñanza primaria para las zonas de bajos recursos económicos.
Es así como en 1536, con sesenta estudiantes en un inicio, se funda el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco al lado del convento de los franciscanos, en lo que es hoy la capital de México. Bajo la dirección de religiosos, se enseñaba lectura, escritura, gramática latina, retórica, filosofía, música y medicina mexicana, con maestros como García de Císneros franciscano y primer provincial de México; fray Juan Focher, doctor en leyes y fray Juan de Gaona de la Universidad de París.
El virrey Antonio de Mendoza favoreció con gran empeño este colegio ya que esperaba la paz y progreso en la colonia y la propagación del cristianismo por los esfuerzos de los hijos de aquel colegio1.
En el convento de San Francisco de México, el monje franciscano fray Pedro de Gante, funda una escuela en donde acudían hasta 1000 niños, a quienes se enseñaba lectura y escritura, latín, música y canto.
La disposición real para recoger y sustentar por cuenta del gobierno a los niños mestizos hijos de españoles abandonados por sus padres, fue el origen del establecimiento del colegio de San Juan de Letrán, aunque posteriormente se aceptarían otros niños cuyos padres enviaban a instruirse, con una existencia de tres siglos. Se nombraron tres teólogos para este colegio, los cuales enseñaban doctrina y gramática latina, así como la obligación de trabajar la gramática y vocabulario indígenas. Los alumnos de Letrán estaban divididos en dos clases: «los que no manifestaban capacidad para las ciencias eran destinados a aprender oficio y primeras letras en el colegio, donde podían permanecer hasta tres años; los de ingenio suficiente, a razón de seis por año (sic), escogidos entre los más hábiles y virtuosos, seguían la carrera de las letras durante siete años»2
Para las niñas mestizas abandonadas, Antonio de Mendoza funda un asilo, donde aprendían «artes mujeriles como coser y bordar, instruyéndose al mismo tiempo en la religión cristina, y se casan cuando llegan a la edad competente»3. Posteriormente también se comenzó a recogerse a niñas españolas.
Una vez transcurrida la breve etapa colonial en que la educación estuvo en manos de religiosos, el uso de esta clase de enseñanza empezó a ser reemplazado hasta cierto punto por quienes se conocieron como los «Maestros de Barrio» al grado de que hacia el año de 1600 se promulgó la primera ordenanza sobre educación primaria de que se tiene noticia en la Nueva España.
Diez cláusulas integraron la Ordenanza de los «Maestros del Nobilísimo Arte de Leer, Escribir y Cantar». A partir de dos maestros reconocidos por el cabildo como «los más peritos y expertos que hubiere» se podía avalar las solicitudes de los maestros con escuela y en caso de ser capaces, extenderles su «carta de examen».
Como en toda ordenanza, se señalaban ciertas restricciones: no ser negro, ni mulato, ni indio, sino español que pudiera acreditar sus «costumbres morales»; que aquellos que siendo maestros tuvieran como recurso complementario poseer tienda de legumbres o de mercadería; no podían obtener carta de examen al no ser aceptable entremezclar el noble arte de la enseñanza con la práctica de la vendimia.
Una más era que el maestro titulado, —o sea el poseedor de la carta de examen— se responsabilizara de enseñar personalmente, y no valerse de persona alguna para que lo hiciera en su lugar.
También se especificaba que en caso de que alguien se atreviera enseñar sin haber sido examinado, se le retirara la licencia y se le cerraría la escuela, además de imponérsele una pena de 20 pesos de oro común.
Para evitar la competencia desleal, se establecía que las escuelas debían quedar separadas una de otra, por lo menos a dos cuadras.
Durante ese periodo, no se descuido en ningún aspecto la educación, básicamente en la niñez masculina; como ejemplo tenemos los talleres-escuela para niños indígenas.
En lo que respecta a las niñas, de no haber sido la escuela para niños indios establecida por Zumárraga no se les brindo mayor atención sino hasta el siglo XVIII.
A lo anterior habría que añadir que la enseñanza era enfocada a la evangelización, por lo que hombres y mujeres carecían de preparación académica y inquietudes educativas.
Sin embargo, la situación económica a que se enfrentaron las viudas españolas y las huérfanas criollas, cuyos finados padres habían dejado sin recursos que les aseguraran la supervivencia, hizo surgir dos tipos de establecimientos: los recogimientos para mujeres, y los casas amigas. Estas últimas constituyeron la simiente de la educación elemental privada a cargo de mujeres que con ciertos conocimientos eran retribuidos sus servicios, únicamente para niñas, por una clase media incipiente.
Con el final del siglo XVI se dio lugar a una creciente demanda de aprobación de solicitudes para ejercer la profesión de maestras encargadas de impartir nociones de religión, lectura, escritura y labores manuales.
Las solicitudes debían ir acompañadas de una certificación del párroco respectivo que avalara ser la solicitante de «buena vida y costumbres», un segundo documento era la fe de bautismo. Poco se sabe de la inquietud de las madres peninsulares o criollas por brindar a sus hijas un mejor futuro.
Fue tal que en pocos años el número de establecimientos y de alumnas rebasó las expectativas iniciales, a tal grado que prácticamente no había cuartel que no tuviera una casa-amiga, dando como resultado de que a fines del siglo XVIII la población de este tipo de establecimientos llego a 3000 niñas.4
No deja de llamar la atención, que no obstante la aceptación que hubo de las casas-amigas en casi un siglo, no se sujetaron a un reglamento que cuidara y garantizara la educación elemental de las niñas, costumbre que ya era común en el siglo XVI.
El rápido desarrollo de la instrucción pública en México, el deseo vehemente de perfeccionarse en los estudios que crecía en los ánimos de la juventud de la Nueva España y el gran número de hijos de familia enviados por sus padres a la metrópoli a cursar cátedras de las carreras profesionales, obligaron al virrey, al ayuntamiento y a los principales vecinos de la capital a pensar seriamente en el establecimiento de una Universidad en México, la que se inauguró el 21 de enero de 1553.
Impartían cátedra maestros como fray Pedro de Peña en Teología, dominico y después obispo de Quito, reemplazado por Juan Negrete, maestro en artes de la Universidad de París y arcediano de la Metropolitana, fray Alonso de la Veracruz en escritura sagrada y teología escolástica, por mencionar algunos. Cabe destacar que posteriormente se impartirían las cátedras de medicina y de idiomas mexicano y otomí.
En este sentido, la enseñanza elemental para varones, quizá por considerarse intuitivamente la educación criolla como el futuro del virreinato, y más aún que la educación universitaria, tecnológica y científica empezaba en 1553 continuando su expansión a inicios del siglo XVII, mostraba tendencias insospechadas al estar en manos de intelectuales de la talla del Fraile Diego Rodríguez, cuyo conocimientos trascendieron a Perú; el Fraile Andrés de San Miguel, extraordinario diseñador de bombas hidráulicas; Carlos de Sigüenza y Góngora, elsabio Alzate, inventor de reconocimiento en España; y Alejandro Fabián.

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